No sé si estas campañas resulten para el público en general tan poco apasionantes como para mí, si se trata de un estado de ánimo personal, si alguien más advierte poca autenticidad en muchos de los actores políticos, un cierto aroma a farsa. Pienso que sí, que por eso las preferencias para la Cámara de Diputados han permanecido –salvo en Nuevo León, que es siempre especial— tan contundentemente iguales, tan poco dinámicas, impermeables a las campañas virulentas, a los mítines encendidos, a la retórica de revitalización o asesinato de la república que tirios y troyanos han querido cada uno por su lado encumbrar, que puebla los diarios y otros medios de comunicación. Es posible que, para todos, salvo para el México de los políticos y su ecosistema mediático, se trate solamente de otras elecciones intermedias, esos sí, las primeras donde el nuevo régimen y su mayoría se palpan sin la sensación de ser un momento espectacularmente atípico.
Por un lado, el INE se envuelve en la bandera de las leyes y en su supuesta autonomía para poner marca personal al Presidente, como si en impedir sus manifestaciones se nos fuera el futuro de la democracia, pero es ciego a las campañas de gobernadores como Alfaro o García Cabeza de Vaca, o a las trampas confesas de otros, como Samuel García.
Igualmente, falsario se ve Mario Delgado al enfrentar esta embestida, aprendiendo a protestar, imitando a López Obrador y blandiendo su nombre una y otra vez. Se le olvidó una estrategia para acreditar gastos de precampaña y entonces invoca el nombre de López Obrador. Le tiran huevos o se ve orillado a encerrarse en una letrina ante protestas y replica que no le hagan el juego a la oposición —como si la oposición hubiera seleccionado a los candidatos cuestionables de Morena, como si ésta y no la dirigencia que él encabeza hubiera despojado a la militancia. Habla de un cambio que favorezca a los de abajo, pero promueve la usurpación de los espacios de acción afirmativa para indígenas en todo el país. Promueve la repetición de todos los diputados federales, sin revisar uno a uno sus perfiles, y después se erige en defensor de la moral acusando a quienes él puso como candidatos ante la Comisión de Honestidad y Justicia, como si no tuviera ningún conocimiento previo de quiénes eran sus candidatos (sí lo tuvo: se le acercó información que siempre desestimó como “grillas o chismes”).
La transformación y su discurso parecen legitimarlo todo para Delgado sin tener que explicar nada, sin tener que plantear una idea propia, sin dibujar algún curso para el futuro o institucionalización del partido que dirige usufructuando una enorme fuerza social. La transformación lo legitima, incluso, para promover la repetición inopinada de las dinámicas partidistas del viejo régimen —y para hacerlo impunemente, pues para algunos la crítica debe callarse para no favorecer a la oposición. El nombre de López Obrador eclipsa cada ineptitud, cada arbitrariedad. La oposición también apesta a farsa: la ineptitud lleva siempre a culpar al otro, al de enfrente. No es la ineptitud de la dirigencia de Delgado, es el INE, es el Tribunal, es la mafia del poder, es el PRIAN (con el que tan gustosamente colaboró en los tiempos del Pacto Por México). No es la ineptitud de la oposición, es el autoritarismo de AMLO. La mediocridad se esconde.