Sería un lugar común —uno de los malos— simplemente decir que el mundo está cambiando o reestructurándose, porque eso sucede todo el tiempo. El mundo cambia siempre, es cierto, pero los ritmos, los flujos de los cambios son distintos; obedecen a patrones diferentes, y esa evaluación está siempre presente en la forma de establecer períodos históricos. Dichos períodos se definen por patrones de cambio constantes; la forma de ser del mundo en una época determinada es una configuración estructurante mediante la cual las sociedades aprenden a asimilar sus propios cambios: más una forma de cambiar que una forma de ser. Quizá el ejemplo más conocido para hablar de esto es lo que Hobsbawm denominó el corto siglo XX, para resumir una serie de procesos productivos, económicos y sociales que pueden entrelazarse conceptualmente a fin de definir una época. Creo que, con independencia de las distintas formas de periodizar el fin de siglo, puede asentarse que el ciclo abierto por la crisis financiera de 2008-2009, y cuyas discusiones parecen tener un punto de culminación a la luz de la pandemia actual por el nuevo coronavirus, permite avizorar, con cierta claridad, un cambio de época, ya advertido por algunos pensadores, que ha reparado en la inviabilidad social de la forma actual del capitalismo (de lo que más se ha hablado como síntoma de la desregulación es el incremento de las desigualdades), pero, en especial, de algunos de los mecanismos sobre los cuales se mantuvo el sistema de dominación durante el siglo pasado.
La modalidad neoliberal del capitalismo tuvo un primer colapso en la crisis de 2008, en la que el hilo se rompió por lo más delgado —el sector financiero—, pero que puso en cuestión la viabilidad de múltiples formas sociales asociadas al neoliberalismo. Como han mostrado diversos autores, el neoliberalismo es el proyecto ideológico más exitoso del siglo XX, quizá de la historia de la humanidad, y transformó la forma de pensar y vivir las relaciones sociales, a partir de tres supuestos principales: la superioridad moral y técnica del mercado, la supremacía de lo privado sobre lo público y la idea de que el Estado sólo debe ser fuerte en cuanto a la legalidad y no en la administración de servicios. El resultado político y social de esas ideas fue que las comunidades nacionales colapsaran porque, en consonancia con la idea de que las naciones son más bien construcciones ideológicas etéreas, las formas materiales que las articulan fueron erosionándose, para venir a colapsar en las respuestas a la crisis de 2008 —alargada hasta ahora en más de un sentido. El más obvio de los síntomas en que se ha expresado dicha disolución de las comunidades nacionales es el ensanchamiento de las brechas de desigualdades, que por eso se ha convertido en un tema de investigación de moda. Se ha hablado más de eso sólo porque es la expresión más visible, más inmediata de la crisis, pero hay muchos más.
Otros síntomas, que Donald Sasson encontró en un libro de ensayos luminosos aunque desestructurados teóricamente, son el aumento de la xenofobia, el declive del estado de bienestar, la caída de los partidos establecidos y, aunque fraseado de otra manera, el declive de la “hegemonía estadunidense” y de los “relatos europeos”. Sin duda alguna, se trata, en todos los casos, tal y como lo dice el autor, de la caída de los entramados que definieron el orden de la segunda mitad del siglo XX, un proceso que se ha agudizado. La xenofobia se exacerbó a raíz de la victoria de Donald Trump y de algunos llamados populistas de ultraderecha en Europa; el declive del estado de bienestar por la crisis económica de 2008 y las políticas de austeridad a las que orilló, al mismo tiempo en que hizo patente todo su deterioro —el régimen de la inseguridad social— en la pandemia del nuevo coronavirus. En cuanto a los partidos establecidos, desde luego entraron en crisis, no solamente en Europa, sino en Estados Unidos, y continuaron el declive que desde antes acusaron en América Latina, además de que el viejo multilateralismo y la hegemonía estadunidense alcanzaron un nuevo punto de quiebre, a partir de la política exterior de Trump, sin contar los cambios que alteraron la idea de Europa con el Brexit.
Estos rasgos que Sasson observa a la manera de síntomas mórbidos representan sobre todo las transformaciones de las dimensiones políticas del sistema capitalista, que articulaban las comunidades nacionales: 1) la más obvia es la del sistema de partidos, la crisis de la democracia, pero a ella deben sumarse también 2) los pactos sociales que permitían las antiguas formas de dominación de clase (la seguridad social), 3) las formas de convivencia étnicas o entre subjetividades racializadas y 4) las de género. No quiero ahondar en detalles estadísticos, pero sobran evidencias de la crisis de estos cuatro entramados, y sólo voy a evocarla brevemente. Son sólo unos apuntes sobre lo que se ha desanudado para llegar a donde estamos
En el caso de la crisis de los partidos tradicionales quizá el trabajo más prestigiado es el de Peter Mair, Gobernando el vacío, donde muestra cómo ha ido cayendo la confianza en los partidos y la identificación con ellos por parte de amplios sectores sociales. Como en una profecía autocumplida de los estudiosos que ven lo electoral como un mercado, los partidos se volvieron una oferta en una decisión de consumo, que volvió superflua la representación política y con ello incrementó la abstención en todas las latitudes —una inercia rota en varios sistemas políticos, por cierto, hasta la irrupción en la arena electoral de varios líderes populistas—. Más que elegir entre programas políticos contrapuestos, las elecciones se convirtieron en un método de designación de gestores públicos limitados a decidir cómo implementar decisiones que se toman en el sector financiero, en las élites burocráticas, en instancias privadas, o en las élites de los partidos sin representación.
Sobre la crisis de la seguridad social, más que ahondar en cifras de cobertura (éstas suelen trampearse, como las del Seguro Popular en México, al respecto de las cuales Salomón Chertorivski llegó a declarar que se había cumplido con la cobertura universal de los servicios de salud), debe anotarse que, a partir de la crisis de 2008, el ordenamiento financiero del mundo requirió recortes al gasto público, que se profundizó —según reporta la OIT— en 2016 y se estimaba que se alargaría hasta 2020, afectando a 6,000 millones de personas, casi 80 por ciento de la población mundial, reduciendo el gasto en protección social y la masa salarial, entre otras variables fundamentales de las que integran la seguridad social.[1] Es importante anotar que, en este sentido, la pandemia nos tomó con los dedos en la puerta, y las políticas de emergencia sólo pudieron ser efectivas allí donde el desgaste estructural de este entramado no se consideró una vía válida para salir de la crisis.
Quizá quien mejor ha explicado los cambios en la seguridad social que vinieron a reflejarse en el sistema penal y en el mayor castigo de las políticas neoliberales a sectores racializados no blancos es Loic Wacquant, que explora y explica en Castigar a los pobres cómo el adelgazamiento de la seguridad social coincidió con el incremento de la población negra en cárceles, particularmente a raíz de teorías pseudosociológicas sobre el control del crimen, como aquella de las ventanas rotas. Sobre el tema en particular no apuntaré más allá de lo señalado por Oxfam sobre el impacto de esta crisis en Estados Unidos mismo durante la coyuntura actual: si la tasa de mortalidad por Covid fuera igual entre la población blanca y las latina y negra, más de 22 mil personas pertenecientes a estas últimas poblaciones habrían seguido con vida en 2020.
Un cambio de distinta naturaleza, mucho más potente, es el cambio de las relaciones de género. No se trata, en este caso, de que los hechos que dañan principalmente a las mujeres hayan cambiado radicalmente, de que se hayan agudizado (la crueldad del patriarcado es secular), sino de que se trata de un dolor que se encuentra en un proceso de politización alrededor de todo el mundo. Al ser una ruptura con un sistema de dominación que afecta a más de la mitad de la población mundial, la desidentificación de millones de mujeres con sus lugares asignados en las comunidades nacionales previas (en una subordinación ya insostenible) es uno de los retos principales al replanteamiento de dichas comunidades, al mismo tiempo que contiene el potencial más revolucionario. La principal consecuencia normativa ha sido la generación de leyes contra el feminicidio en el mundo a partir de 2007, mientras el feminismo deviene en movimiento de masas.
Hemos visto panorámicamente los entramados estropeados con el ciclo crítico de estos 12 años. La pregunta principal sobre el futuro es cuáles entramados comenzarán a restituirse de acuerdo con las necesidades presentes de las sociedades y cómo lo harán. Todo indicaría que uno de los que se ha vuelto a potenciar es el de la representación política, a partir de los movimientos populistas que revirtieron la tendencia a la abstención y, a veces, incluso generaron tasas de participación electoral históricas. La causa, según mi modo de ver, es la siguiente. Algunos teóricos del populismo han hablado de que una de las condiciones para que emerjan movimientos de este tipo son las crisis de representación que permitan igualar a los partidos que disputan las posiciones legislativas y de gobierno. Si hay alternancias sin alternativa, se crea el terreno propicio para que alguien reclame ser la legítima representación del pueblo en contra de un sistema que se llama espuriamente democrático. El distintivo de la democracia sigue siendo que es el régimen de la soberanía del pueblo. Su aceptación universal depende de ese principio de legitimidad, y su potencial disruptivo depende de cuánto se aleje ese principio de legitimidad de su forma realmente existente. Por momentos, la disociación entre ambos ha sido absoluta.
En los años 90, particularmente, avanzó una corriente de la ciencia política que entronizó, como sujeto de la democracia, no ya al pueblo sino a los ciudadanos y a la sociedad civil organizada con sus expertos. Una democracia con un pueblo primero semi-soberano —lo dijo Schattschneider—, en el extremo con órganos autónomos del estado que a la manera de los bancos centrales administraran por fuera de los mecanismos democráticos los asuntos más importantes del estado, y después, como asentaría Peter Mair, con democracias sin pueblo, que ya no tenían de democracias más que la legitimidad de que presuntamente gobernaban para el bien de todos. Naturalmente, esto ocasionó que, en alguna medida, los políticos se abocaran a buscar encargos que no dependían de su capacidad de conseguir votos, sino de otro tipo de política de capital social más restringido —de café, de aula, de restaurante—, mientras se transitaba a lo que se denominó una democracia de audiencias, donde los ciudadanos importaban más en su calidad de público que de pueblo.
La respuesta espontánea de los sistemas políticos a esta consecuencia del neoliberalismo, desde la democracia, fueron los llamados movimientos populistas, pero ha sido una respuesta que parece transicional. Sí, aumentaron la participación electoral, relegitimaron el espacio democrático y la identificación de grandes sectores antes fraccionados, pero en ningún lugar un cambio populista ha podido institucionalizarse en una regeneración democrática. La aportación de todos, en sus términos, es que lograron articular al pueblo como un sujeto político legítimo y creíble. Devolvieron al pueblo a la democracia. Se trata de un avance notable, pero falta todavía restituir, a partir de la posición privilegiada de dicho sujeto en un nuevo entramado republicano (donde quepan también los ricos y los pobres), los pactos sociales que hagan creíble la paz entre las clases —la seguridad social—, y asimilen las nuevas subjetivaciones sociales de las mujeres y los sectores racializados. El tránsito, aunque no es imposible, está lleno de escollos y precisa de un programa político ideológicamente fino, prudente.